Las huellas que subsisten -tan sólo en piedra la mayoría de
los casos- de algunas grandes civilizaciones de los orígenes ocultan a menudo
un sentido raramente comprendido. Ante lo que queda del mundo grecorromano más
arcaico, y aún más allá, de Egipto, de Persia o de China, hasta los misteriosos
y mudos monumentos megalíticos esparcidos por los desiertos, los montes y los
bosques, como últimos vestigios visibles e inmóviles de mundos sepultados y
desaparecidos -y, como límite, en la dirección opuesta de la historia, hasta
ciertas formas de la Edad Media europea-, ante todo ello, uno llega a
preguntarse si la milagrosa resistencia al tiempo de estos testimonios, dejando
de lado la favorable ayuda de circunstancias externas, no contiene además un
significado simbólico.
Esta impresión se acentúa si se piensa en el carácter
general de la vida de las civilizaciones a las que pertenecen la mayoría de
estos vestigios, es decir, al carácter general de la vida llamada
"tradicional". Es una vida que permanece idéntica a través de los
siglos y las generaciones, con una fidelidad esencial a los mismos principios,
al mismo tipo de instituciones, a la misma visión del mundo; susceptible de
adaptarse y de modificarse exteriormente frente a acontecimientos calamitosos,
pero inalterable en su núcleo, en su principio animador, en su espíritu.
Un mundo así parece remitirnos sobre todo a oriente.
Piénsese en lo que eran, hasta épocas relativamente recientes, China y la
India, y el propio Japón hasta hace muy poco. Pero, en general, más nos
remontamos en el tiempo, más se resiente el vigor, la universalidad y la
potencia de este tipo de civilización, hasta el punto de que oriente acaba por
ser considerado como la parte del mundo en que, por circunstancias fortuitas,
ésta ha podido subsistir durante más tiempo y desarrollarse mejor. En este tipo
de civilización, la ley del tiempo parece estar en parte suspendida. Más que en
el tiempo, estas civilizaciones parecen haber vivido en el espacio. Han tenido
un carácter "acrónico".
Según la fórmula hoy en día de moda, estas civilizaciones
habrían sido "estacionarias", "estáticas" o
"inmovilistas". En realidad, son éstas civilizaciones en las que
incluso los vestigios materiales parecen destinados a vivir durante más tiempo
que todas las creaciones o todos los monumentos del mundo moderno, que, sin
excepción, son impotentes para durar más de medio siglo, y a propósito de los
cuales los términos "progreso" y "dinamismo" significan
solamente una sumisión a la contingencia, al cambio incesante, un rápido
ascenso y un declive también rápido y vertiginoso. Se trata de procesos que no
obedecen a una verdadera ley interna y orgánica, que no se mantienen en límite
alguno, que se tornan autónomos y se yuxtaponen incluso a los factores por los
que se han visto favorecidos: he ahí la principal característica de este mundo
diferente, en todos los sectores que lo componen. Pero ello no impide que se
haga de él una especie de criterio de medida respecto a todo lo que tendría
derecho, en el sentido más amplio, a llamarse "civilización" en el
marco de una historiografía que hace suyos los juicios de valor arrogantes y
despreciativos del genero de aquéllos a los que hemos aludido.
A este respecto, es típico el equívoco de quienes entienden
por inmovilidad lo que tenía, en las civilizaciones tradicionales, un sentido
muy diferente: un sentido de inmutabilidad. Estas civilizaciones fueron
civilizaciones del ser. Su fuerza se manifiesta justamente en su identidad, en
la victoria sobre el devenir, sobre la "historia", sobre el cambio,
sobre la fluidez informe. Son civilizaciones que descendieron a las
profundidades y que establecieron sólidas raíces, más allá de las aguas
peligrosas en movimiento.
La oposición entre las civilizaciones modernas y las
civilizaciones tradicionales puede expresarse del siguiente modo: las
civilizaciones modernas son devoradoras del espacio, mientras que las
civilizaciones tradicionales fueron devoradoras del tiempo.
Las primeras dan vértigo por su fiebre de movimiento y de
conquista del espacio, generadora de un inagotable arsenal de medios mecánicos
capaces de reducir todas las distancias, de acortar todo intervalo, de contener
en una sensación de ubicuidad todo lo que está esparcido en la multitud de los
lugares. Orgasmo de un deseo de posesión; angustia oscura ante todo lo que está
alejado, aislado, lejano, profundo; impulso a la expansión, a la circulación, a
la asociación, deseo de encontrarse en todas partes, aunque jamás en uno mismo.
La ciencia y la técnica, favorecidas por este impulso existencial irracional, a
su vez lo refuerzan, lo alimentan, lo exasperan: intercambios, comunicaciones,
velocidad por encima del muro del sonido, radio, televisión, estandarización,
cosmopolitismo, internacionalismo, producción ilimitada, espíritu americano,
espíritu "moderno". La red se extiende rápidamente, se afirma, se
perfecciona. El espacio terrestre ya no ofrece prácticamente ningún misterio.
Las vías terrestres, marítimas, aéreas, están abiertas. La mirada humana ha
sondeado los cielos más alejados, lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño. Ya no se habla de otras tierras, sino de otros planetas. Una simple
orden y se produce la acción, fulminante, allí donde deseamos. Tumulto confuso
de mil voces que poco a poco se funden en un ritmo uniforme, atonal,
impersonal. Son éstos los últimos efectos de lo que se ha denominado la
vocación "fáustica" de occidente, la cual no escapa al mito
revolucionario bajo sus diferentes aspectos, incluido el aspecto tecnocrático
formulado en el marco de un degradado mesianismo.
A la inversa, las civilizaciones tradicionales dan vértigo
por su estabilidad, su identidad, su intangible e inmutable firmeza en medio de
la corriente del tiempo y de la historia, si bien fueron capaces de expresarse
en formas sensibles y tangibles como un símbolo de la eternidad. Ellas fueron
islas, relámpagos en el tiempo; en ellas actuaban fuerzas que consumían el
tiempo y la historia. Por ese mismo carácter que les es propio, es inexacto
decir que "fueron". Se debería decir, más justa y simplemente, que
son. Si parecen alejarse y desvanecerse en las lejanías de un pasado que
incluso a veces posee rasgos míticos, ello no es sino efecto de la ilusión a la
que necesariamente sucumbe quien se ve transportado por esa corriente irresistible
que lo aleja cada vez más de los lugares de la estabilidad espiritual. Por lo
demás, esta imagen corresponde exactamente a la imagen de la "doble
perspectiva" dada por una antigua enseñanza tradicional: las "tierras
inmóviles" huyen y se mueven para aquél que es arrastrado por las aguas;
las aguas mudan y huyen para quien está firmemente anclado en las "tierras
inmóviles".
Comprender esta imagen, refiriéndola no ya al plano físico
sino al plano espiritual, significa percibir también la justa jerarquía de los
valores, desde el momento en que la mirada trasciende el horizonte en el cual
están encerrados nuestros contemporáneos. Lo que parecía pertenecer al pasado
se hace presente, debido a la relación esencial que une las formas históricas
(y, como tales, contingentes) a sus contenidos metahistóricos. Lo que se había
juzgado "estático" se revela saturado de una vida pletórica. Los
vencidos, los descentrados, son los otros. Primacía del devenir, historicismo,
evolucionismo, aparecen como los delirios de un náufrago, como verdades
apropiadas para quien huye (¿hacia dónde huís, imbéciles?, dijo Bernanos), para
quien está privado de consistencia interior e ignora esta consistencia, para
quien no conoce la fuente de toda verdadera elevación y de toda conquista
efectiva, conquistas que no solamente fueron culminaciones espirituales
intangibles y a menudo invisibles, sino que se expresaban igualmente en los
hechos, en las epopeyas, en los ciclos de civilización que, precisamente,
incluso en sus pétreos vestigios mudos y dispersos, parecen reflejar algo
intemporal, eterno. A lo cual se añaden además ciertas creaciones artísticas
tradicionales, monolíticas, rudas y potentes, extrañas a todo lo que es
subjetivo, casi siempre anónimas, como prolongaciones de las propias fuerzas
elementales.
Es preciso en fin recordar cuál fue, en las civilizaciones
tradicionales, la concepción del tiempo: no una concepción lineal,
irreversible, sino una concepción cíclica, periódica. Del conjunto de
costumbres, ritos e instituciones propias ya a las civilizaciones superiores,
ya a las huellas de éstas en ciertos pueblos llamados "primitivos" (a
este respecto se puede acudir a los materiales recopilados por la historia de
las religiones: Hubert, Mauss, Eliade y otros), surge la intención constante de
reconducir el tiempo a los orígenes (de donde la idea de ciclo), en el sentido
de una destrucción de lo que, en él, es simple devenir, de frenarlo, de hacerle
expresar o reflejar estructuras supra-históricas, sagradas o metafísicas, a menudo
ligadas al mito. De esta forma, y no como "historia", el tiempo -en
tanto que "imagen móvil de la eternidad"- adquiere valor y sentido.
Regresar a los orígenes significa renovarse, beber de la fuente de la eterna
juventud, afirmar la estabilidad espiritual frente a la temporalidad. Los
grandes ciclos de la naturaleza sugerían esta actitud. La "conciencia
histórica", inseparable de la situación de las civilizaciones
"modernas", no confirma sino la fractura, la caída del hombre en la
temporalidad. Y sin embargo es presentada como una conquista del hombre actual,
es decir, del hombre crepuscular.
No es extraño que ciertos descubrimientos, en el origen de
las concepciones generales destinadas a revolucionar una época, incluso cuando
entran en el dominio de una presumible objetividad científica, tengan carácter
de síntoma, aunque su aparición en un determinado período, y no en otro, no sea
fruto del azar. Para referirnos, por ejemplo, a la ciencia de la naturaleza, es
más o menos conocido por todo el mundo que según la última teoría en boga
-Einstein y sus continuadores- es indiferente afirmar que la Tierra gire
alrededor del Sol, o a la inversa: tan sólo es cuestión de preferir una mayor o
menor complicación de los cálculos astrofísicos en la fijación de los sistemas
relacionales. Ahora bien, es muy significativo que el "descubrimiento
copernicano", con el cual el hecho de que la Tierra sea el centro fijo e
inmóvil de las entidades celestes deja de ser "cierto" -mientras que
se hace "verdad" lo contrario, que es ella la que se mueve, que su
ley consiste en errar en el espacio cósmico como parte insignificante de un
sistema disperso o en expansión hacia lo indefinido- se haya producido más o
menos en la época del Renacimiento y del humanismo, es decir, en la época de
los trastornos más decisivos para el advenimiento de una nueva civilización, en
la cual el individuo debía perder poco a poco toda relación con lo que
"es", debía alejarse de toda centralidad espiritual hasta hacer suyo
el punto de vista del devenir, de la historia, del cambio, de la corriente
incoercible e imprevisible de la "vida" (y lo más singular es que, al
comienzo de esta revolución, existía por el contrario la pretensión -la
ilusión- de haber descubierto finalmente al "hombre", de afirmarlo y glorificarlo,
de donde el término "humanismo"; en realidad, fue una reducción a lo
"simplemente humano", con un empobrecimiento de la posibilidad de una
apertura y de una integración a lo "más que humano").
No es éste el único de los trastornos simbólicos que podrían
indicarse a este respecto. En el ejemplo ofrecido -la "revolución
copernicana"- debe ser precisado un punto: en el mundo tradicional,
ninguna verdad llamada "objetiva" era importante; verdades de este
género podían ser igualmente tomadas en consideración, aunque accesoriamente, y
ello a causa de su relatividad efectiva, por un lado, y de su valor humano, por
otro, teniendo en cuenta criterios de oportunidad con respecto al sentimiento
general. Una teoría tradicional de la naturaleza podía ser entonces
"errónea" desde el punto de vista de la ciencia moderna (en uno de
sus estadios), pero su valor, la razón por la cual había sido adoptada,
consistía en su capacidad para servir de medio expresivo a algo cierto sobre un
plano diferente y más interesante. Por ejemplo, la teoría geocéntrica captaba
en el mundo de las apariencias sensibles un aspecto adecuado para servir de
soporte a una verdad de otra especie e inatacable: la verdad concerniente al
"ser", la centralidad espiritual, como principio de la verdadera
esencia del hombre.
Esto bastará para aclarar morfológicamente la oposición
entre civilizaciones del espacio y civilizaciones del tiempo. Sería igualmente
fácil deducir de esta oposición la antítesis correspondiente, tipológica y
existencial, entre el hombre del primer tipo de civilización y el hombre del
segundo. Y si se debiera pasar al problema de la crisis de la presente época,
apoyándonos sobre lo que ha sido dicho, la inutilidad de cualquier crítica, de
cualquier reacción o cualquier veleidad de acciones rectificadoras aparecería
muy claramente, en tanto que, en el hombre mismo o, al menos, en un cierto
número de hombres capaces de ejercer una influencia decisiva, no se produzca un
cambio interior de polaridad -una metanoia, por retomar el término antiguo, en
el sentido de un desplazamiento hacia la dimensión del "ser", de
"lo que es", dimensión que se ha perdido y disuelto en el hombre
moderno hasta el extremo de que son muy raros los que conocen la estabilidad
interior, la centralidad, y, en consecuencia, también la seguridad calma y
superior; mientras que, a la inversa, un oculto sentimiento de angustia, de
inquietud y de vacío se extiende cada vez más a pesar del empleo sistemático a
gran escala y en todos los dominios de los sedantes espirituales recientemente
inventados. Del sentido del "ser", de la estabilidad, no podría no
provenir de forma natural el sentido del límite, como principio, en un dominio
igualmente más exterior, para reafirmarse sobre las fuerzas y los procesos aún
más potentes que aquéllos que desconsideradamente los pusieron en movimiento en
la temporalidad.
Pero considerando la situación en su conjunto, permanece
como algo problemático poder encontrar sólidos puntos de apoyo en una
civilización que, como la civilización moderna, es en todo y para todo, en una
medida sin precedentes en el pasado, una civilización del tiempo. Por otra
parte, es evidente que en tal caso se tendría, más que una rectificación, el
fin de una forma y el nacimiento de una nueva forma. Así, razonablemente, y por
regla general, no se pueden considerar sino orientaciones diferentes en ciertos
dominios particulares y, sobre todo, aquello que pocos hombres diferenciados,
como si despertaran, aún pueden proponerse y realizar invisiblemente2.
NB:
1. Civiltà del tempo e civiltà dello spazio, aparecido
originalmente en Il Regime Fascista, X, 20/4/1935. Incluido en L'arco e la
clava, Milano, Vanni Scheiwiller, 1968, 1971. Trad. francesa: L'Arc et la
massue, Puiseaux, Pardes, y París, Guy Trédaniel-La Maisnie, 1983. Incluido en
Diorama Filosofico. Problemi dello spirito nell'etica fascista. Antologia della
pagina speciale di "Regime Fascista" diretta da Julius Evola. Vol. 1:
1934-1935, Roma, Ed. Europa, 1974. Incluido en I tempi e la storia, Roma,
Fondazione Julius Evola, Quaderni di testi evoliani, nº 16, 1982. Trad.
alemana: Kultur der Zeit und Kultur des Raums, en Europäische Revue, XII,
7/1936, p. 564. Trad. belga: Warum tijdbeschavingen en ruimbeschavingen een
verschillende geschiednis hebben, en Teksten, Kommentaren en studies, nº 57.
Trad. francesa: Civilisations du temps et civilisations de l'espace, en
Totalité, nº 11, 1980). Traducción: G.E.T.V., 1995.
2. A este tipo diferenciado, definido por la posesión de la
dimensión del "ser", se refieren las orientaciones existenciales
adaptadas a una época de disolución, como la época actual, ofrecidas en nuestra
obra Cavalcare la tigre (trad. cast.: Cabalgar el tigre, Barcelona, Nuevo Arte
Thor, 1987).*
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