Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los
Refugiados, 100 mil solicitantes de asilo y migrantes han alcanzado Europa en 2018.
Pero la cifra que ha causado más impacto es la de 2.000 ahogados en el Mediterráneo
central. Solamente en septiembre pasado murió una de cada ocho personas que lo
atravesaban. En parte, esta mortandad se ha debido a que el gobierno italiano
ya no sistematiza las patrullas de localización, salvamento e introducción en
Italia. Desde el mes de septiembre, los traficantes de carne humana, en cooperación
con las ONGs especializadas, han orientado las rutas de la inmigración hacia la
España de Pedro Sánchez, última puerta abierta en Europa a la inmigración
masiva.
El verdadero holocausto que se está produciendo en el
Mediterráneo, paradójicamente, no está vinculado al cierre de puertas de los
países europeos a la inmigración, sino a todo lo contrario: históricamente, las
mayores cotas de víctimas y ahogamientos en el Mediterráneo, no se han dado en
períodos en los que gobernaran partidos que mantenían una actitud contraria a
la inmigración, sino favorable: ha sido en esos momentos, cuando han arreciado
los intentos de cruzar el Mediterráneo, aumentando sensiblemente los
ahogamientos. La fuerza es lo que retiene a los inmigrante en su lado del
Mediterráneo, mientras que la dejadez, la lasitud y el “humanismo progresista”
generan el efecto contrario. En España, los períodos de más entrada de
inmigración y, consiguiente de más ahogamientos, corresponden a los primeros
años del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y a los últimos meses de gobierno
de Pedro Sánchez. En Italia, igualmente, los “picos” en las cifras de ahogamientos
se corresponden con las de gobierno “progresistas”.
Tampoco hay que olvidar que las últimas oleadas migratorias
que tienen lugar desde 2011 han estado vinculadas al conflicto en Libia. Ese
conflicto fue particularmente estimulado por Sarkozy en connivencia con el
presidente de los EEUU, Barak Obama. Y allí en donde existía un gobierno estable
pero con veleidades nacionalistas -Muhamar El Gadafi- ahora existe un caos
absoluto, choques permanentes entre bandas armadas, ningún poder digno de tal
nombre y una situación de volatilización del Estado.
Libia es hoy el escenario de una de las más graves crisis
migratorias de la historia; sus cárceles son el escenario de injusticias y
torturas a los inmigrantes subsaharianos, llegados desde el Sahel. Allí miles
de pequeños grupos armados, criminales comunes a yihadistas, pugnan por
porciones de tierra y los recursos de los hidrocarburos. La criminalidad ha
alcanzado niveles históricos en aquel país. El país está hoy fracturado entre
un Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), en Trípoli y dirigido por Fayez al
Sarraj, que cuenta con el apoyo de la ONU. También existe el Gobierno de
Salvación Nacional de Jalifa Ghwell, que descansa en la autoridad por una
disidencia del Congreso Nacional General (GNC), que tuvo durante mucho tiempo
su sede en Trípoli hasta que ha sido desalojado. El FMI estima que los recursos
del país se agotarán en 2019: las exportaciones de hidrocarburos, que
representan más del 70% del PIB y el 95% de las exportaciones totales, han
caído en picado.
Con Libia fuera de juego y con una inestabilidad creciente
en Marruecos y Túnez y periódicos conatos de reavivamiento del yihadismo
argelino, la única forma de evitar más y más muertes en el cruce del
Mediterráneo, consiste en que los gobierno europeos demuestran fortaleza: no
hay lugar para más inmigración en Europa, refugiado que llega ilegalmente,
refugiado que es, inmediatamente devuelto a lugar de origen. Solamente así se
evitarán más muertes.

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